DE CAMPO A LA CIUDAD: LA HISTORIA DE UN GUERRERO QUECHUA
A los 11 años, llevaba en mi corazón un sueño ardiente: aprender a hablar español. No era solo el idioma lo que deseaba dominar; anhelaba descubrir la vida en la ciudad, ese lugar mágico del que tanto había escuchado, donde los sueños parecían florecer como flores en primavera. Con determinación y una fe inquebrantable, le pedí a mi padre que me llevara a estudiar allí. Aquella decisión, sin saberlo, sería el punto de inflexión en mi vida.
Al llegar a la ciudad, la emoción me embargó, pero pronto esa ilusión se tornó en un dolor profundo. Inscrito en una escuela estatal, me encontré ante un océano de desconocidos. Mis compañeros, al advertir mi dificultad con el idioma, no tardaron en lanzar dardos afilados de burlas: “Regresa a tu pueblo, fracasado”. Cada risa resonaba en mis oídos como un eco hiriente, más doloroso que cualquier castigo físico. Con cada día que pasaba, el peso de su desprecio hacía más difícil mi lucha.
La adversidad no solo venía de mis compañeros. Sin libros ni apoyo, cada tarea se convertía en una montaña inalcanzable. Mi profesor, lejos de ser un faro de comprensión, optaba por castigarme con severidad. Con correa en mano, me hacía bajar los pantalones frente a la clase; cada golpe resonaba en mi alma, recordándome que no pertenecía a ese lugar. En medio de tanto sufrimiento, busqué refugio en las calles, llorando en rincones ocultos, tratando de ocultar el abismo que se abría bajo mis pies.
Sin embargo, en ese mar de tristeza, una pequeña voz interna susurraba: “Algún día serás mejor que ellos”. Esa chispa de esperanza se convirtió en mi ancla. Con el tiempo y una perseverancia feroz, logré culminar mis estudios en la escuela. Regresé a mi pueblo con el orgullo de haber resistido, aunque las cicatrices emocionales aún estaban frescas, recordándome las batallas que había librado.
Durante mi estancia en la ciudad, vivía en casa de una amiga de mi padre, quien se convirtió en mi sostén en los momentos más difíciles. A pesar de su ayuda, las dificultades económicas eran una sombra constante. Cuando ya no pudo mantenerme, mi padre me trasladó a la casa de una anciana. Allí, no solo estudiaba, sino que aprendía a ser autosuficiente, ayudando con las tareas del hogar.
Recuerdo con nostalgia mi primer día solo, cuando decidí aventurarme a cocinar. Preparé una sopa de morón, pero la hice tan espesa que apenas se podía comer. Aun así, la satisfacción de haberme esforzado por hacer algo por mí mismo me llenó de orgullo. A mis 11 años, estaba aprendiendo a sobrevivir, enfrentando la adversidad y, sobre todo, cultivando la resiliencia en mi interior.
Mis días transcurrían entre la escuela y la soledad de mi cocina, iluminada por la luz de una pequeña lámpara de kerosene. Aunque extrañaba profundamente a mis padres y hermanos, había momentos de alegría. Recuerdo un día en particular, cuando vi aterrizar un helicóptero. Fue un espectáculo tan emocionante que corrí a acercarme, sintiendo por un instante que el mundo me sonreía.
A pesar de las adversidades, encontré formas de salir adelante. Los fines de semana, trabajaba en un restaurante cerca de mi pueblo, lavando platos para el padrino de mi padre. Caminaba durante dos horas, pero cada paso era una lección de esfuerzo y sacrificio. A los 14 años, conocí Lima con la ayuda de un primo, y allí comencé a trabajar como lustra botas. En medio del calor abrumador, mis primeros ingresos fueron de 10 soles, suficientes para mi alimentación, y luego ascendí a 20 soles.
Este viaje se repetía cada vacación, mientras continuaba estudiando en la escuela y el colegio de mi pueblo hasta culminar el tercer año de secundaria. Al regresar a la ciudad, a pesar de enfrentar nuevamente humillaciones por nuestro origen y la baja calidad educativa de mi pueblo, me fortalecía la idea de que, algún día, sería alguien mejor. Mi sustento era un triciclo que utilizaba para transportar carga los fines de semana. Aunque el trabajo era agotador, sabía que debía luchar para sobrevivir. A menudo, corría hacia el tren macho, esperando cada llegada con ansias para llevar alguna carga y completar el año escolar.
Los viajes de regreso a mi pueblo eran siempre un reto. Cada vez que tomaba el bus, debía despertarme a las 2 a.m., caminando 4 kilómetros para esperar el bus que pasaba a las 3 a.m. Muchas veces, el cansancio me invadía y la idea de regresar a la ciudad parecía abrumadora, pero el ruego de mi padre siempre me motivaba a seguir adelante.
La vida me golpeó duramente cuando mi madre falleció, justo cuando terminaba la secundaria. Su ausencia dejó un vacío que parecía insuperable, pero su memoria se convirtió en un impulso para seguir luchando. Terminé la secundaria y regresé a la ciudad con un solo objetivo: postularme a la universidad. Sin embargo, la decepción fue amarga al obtener solo un 06 en el examen, resultado de la desventaja educativa que había enfrentado. Sin desanimarme, decidí trabajar durante un año para reunir recursos, con la esperanza de ingresar a una preparatoria.
En mi tercer intento, logré ingresar a la universidad, esta vez a la carrera de contabilidad. La satisfacción que sentí fue indescriptible; incluso mis antiguos compañeros de secundaria en la ciudad quedaron asombrados al verme en la universidad. No era un fracaso, sino el resultado de una lucha constante. Al final, me titulé con orgullo, y hoy, como contador, mi nombre resuena a nivel nacional, un testimonio de que los sueños pueden volar alto, incluso desde las raíces más humildes.
“Cada desafío en el camino es una oportunidad para crecer; la verdadera fortaleza radica en levantarse después de cada caída y seguir persiguiendo los sueños con determinación y coraje”
Huancavelica, 2024
Por:
RUBEN TAIPE